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ABUELAS DE OMBLIGO    
Por Ameyalli Ramos
 
  Entre los oficios más viejos, y por poco perdidos, está el de cortar ombligos. Ahí donde los hospitales con sus doctores no alcanzaban a llegar, estaban ellas, cargando esa especie de don, que les viene ya de naturaleza. Hace cuarenta años, comenzaron a ser conocidas las “manos abuelas” de Los Reyes, manos de doña Raquel, que con sólo 18 años ayudaba a que un niño naciera bien.
Ya con conocimientos de medicina, gracias a la escuela de enfermería, comenzó a atender a las señoras que querían saber cómo y cuándo sería su parto. Después, el día que comenzaban con la labor, corrían por ella, a veces hasta las mismas madres, si no tenían a nadie más; una vez que llegaban a casa, doña Raquel las preparaba con agua caliente, trozos de sábanas y un plástico para cubrir la superficie, todo debía estar muy limpio. Otras veces, los niños no eran tan pacientes, entonces, madre y partera tenían que entrar a la casa vecina más cercana y terminar ahí.
Si las madres tenían complicaciones, doña Raquel les daba un masaje, las tranquilizaba con sus consejos, no hacía falta nada más, ni cabía el nerviosismo, pues opina que “la naturaleza está hecha para la mujer”, y así como cambia el cuerpo al parir, así de rápido vuelve a su estado normal. Ella dejó de ir a la escuela hace mucho tiempo, sin embargo, nunca ha dejado de aprender, “la escuela de la vida es el tiempo”, dice, y ésta le ha dado los más valiosos conocimientos, y algo tal vez más grande: el cariño de todos, madres e hijos que ahora vuelven a buscarla para confiar en sus manos la vida de hijas, nueras o esposas.
   
  Más allá, en el pueblo de San Francisco Culhuacán, vive doña Carmen, también estudiante de enfermería, que en 1968 se ganó el título de partera por ayudarles a los doctores de un hospital, luego, en el pueblo supieron de ella, y comenzaron las carreras de madrugada, tomaba su maletín previamente preparado y a como diera lugar llegaba hasta donde estuviera la próxima madre; o las recibía en casa, en un espacio que tenía ya acondicionado, donde llegó a atender hasta a tres mujeres a la vez, pues aunque no hubiera ya camas, corrían por un petate, con tal de no separarse de doña Carmen, sólo en ella confiaban. Eran madre y partera, no había nadie más en el cuarto; el dolor se aguantaba a solas: “quisiste casarte, ora te aguantas, aquí nomás tú y yo, así que pújale con ganas”, les decía doña Carmen. Nunca se le escapó un niño, todos llegaron con bien gracias a sus manos, que sabían cómo llamarlos.
Hoy, doña Carmen es la abuela de San Francisco, pues cortó los ombligos de medio pueblo, y si uno platica con ella, es posible que la charla sea interrumpida por una mamá que viene a buscarla.
 
 
        Ameyalli Ramos