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ÉXODO HACIA LOS RECUERDOS    
Por Pablo Correa

“Allá van, por el río de piedra, caminan al arca de la memoria”

 
 

Aquí en los pedregales no existe el inicio ni el retorno. Es por naturaleza una zona condenada a la perpetua invasión. Cuando el volcán Xitle irrumpió con sus entrañas de lava, y sus ríos y oleajes rojizos quedaron inmóviles y petrificados, comenzó una invasión de cientos de especies animales. La forma caprichosa en que rodó la lava, hizo posible que se desarrollaran amplios  terrenos con la más diversa variedad de árboles y plantas. Así, esta zona antes ser nuestra, perteneció a zopilotes, murciélagos, coyotes, serpientes, lagartijos de colores, que en algún momento se apropiaron de estos suelos llenos de fresnos, carrizo, nopaleras, zacate, magueyes y cactus.

Cuando los pedregales de Coyoacán comenzaron a ser invadidos por la actividad humana hubo un momento donde fue posible cierta convivencia. Entonces, cuando los días eran más transparentes, las alturas de los cielos eran planeadas por aguilillas, gorriones, tórtolas. Constantes  colibríes y mariposas flotaban en el aire, era aquel tiempo en que las tardes  morían rojizas a la espera de las libélulas. Conejos, zorrillos, ardillas vagaban  con cierta confianza.

Conforme fue expandiéndose la acción humana, no todos los animales de estas comarcas de roca corrieron con la misma suerte, aunque sí con el mismo destino. La víbora  fue uno de los animales más perseguidos y que incluso arrastró a un árbol a su misma fatalidad, el tepozán era conocido como “el árbol de la serpiente”, pues se decía que este animal lo prefería para arrellanarse. Fue en Santa Úrsula, pueblo de agua y piedra, donde en algún momento la víbora se convirtió en la fugitiva de los niños, sufría a menudo los embates de una punta obscura de Maguey incrustada a un mimbre. Era parte de una ceremonia que ya daba signos de urbanidad.  Colgada en ese ágil pico y entre el revoloteo de la palomilla, era llevada hacía las vías que corrían la avenida que hoy es Tlalpan, ahí tenía que esperar su destino que venía girando por las ferrosas ruedas del tren.

Algunos animales pudieron tomar cierta venganza y al menos lograron condensarla en un recuerdo, aunque el agravio a su desaparición jamás fue saldado. Una niña que después de jugar por horas en las zanjas entre peces de colores y anfibios, huye a dormir, y despierta a la media noche inflamada  y envuelta en el delirio de la fiebre, mientras su madre saca  de sus ropas ranas y sapos que saltan de manera prófuga hacia las zanjas de la noche. 

Varios emprendieron un viaje a las entrañas de la tierra, a las grietas vírgenes de los pedregales, otros caminaron hacia las  orillas. Todos, absolutamente todos se fugaron. De vez en cuando  entre las paredes de las casas deslumbra una panza azul y collar de colores, el lagartijo que observa tímidamente, ve como todo su mundo ha cambiado, cada vez es más difícil calentar su sangre fría, desconcertado confunde la piedra rugosa con el ardiente asfalto. Aunque se resiste, sabe que falta poco para irse, sabe que ahí vienen las ruedas que lo llevarán a emprender el éxodo hacia nuestros recuerdos.

 
 
 
 
        Por Pablo Correa