EL CIRCO QUE ARDE DE NOCHE
Por Pablo Correa

 


I

En la línea de un semáforo está la encrucijada que resguarda el destino de los automóviles. Justo ahí se detiene el tiempo que los choferes creen perdido. Las caras largas intentan recomponerse a la rutina, ligeramente desbordado el maquillaje, una corbata guanga indulta el cuello del oficinista y entonces la puesta de sol se rebaja en el horizonte. Los elementos se transponen, la luz se hace. Hugo estira las extremidades de su cuerpo, después humedece los “golos” en petróleo. El escenario se delimita en un espacio alterno y fantástico al que tiene acceso el mejor postor, el que pague con mayor atención. Allí se estaciona el reloj cuando lo indica el color rojo, después alguien se asocia al acto.

II

Entra Hugo y muy rezagada tras de sí la noche. Los faros, las luces escénicas, están dispuestas. Con el juego de “golos”, un par de bastones de mando, domina otro incendiado y lo hace girar, lo eleva dos o tres metros y lo recibe con audacia. Los ojos también remontan obstaculizados por los techos, las  bocas se abren. Algunos pilotos se flexionan para ver, distintos  asoman la cabeza para mirar sin el empañe del cristal. Los menos ven un movimiento más en la desarmonizada ciudad. Con el turno medido ya camina entre los carros y caen un par de monedas. El siguiente en incorporarse es el hermano de Hugo. Víctor, quien trae dos bastones más largos llenos de infierno, comienza a girarlos lentamente hasta alcanzar una gran velocidad, y parece inevitable que con su calor le acaricien el cuerpo. No hay mucho que recoger, tampoco aplausos, pero sobran sonrisas ante las arriesgadas flamas. Después ingresa Rebeca, la hermana menor. Ella trae un par de cadenas incandescentes. Entra al escenario con confianza y los círculos llameantes  pegan violentamente en el asfalto sin perder su circunferencia. Ejecuta variadas suertes con maestría hasta que Hugo le indica que el semáforo cambiará de color. Rebeca despoja de  segundos al verde para recibir la retribución del espectáculo. Uno la llama con el claxon, el de a lado agita la mano; y uno más discreto en el extremo, realiza un cambio de luces. Es el encanto de ver a la inocencia consumirse en el rojo vivo.

III

Lo tres hermanos han aprendido a ganarse la vida con malabares cubiertos del doloroso fuego, aunque también asumen actividades distintas. Hugo estudia química, Víctor trabaja en un taller de costura;  y Rebeca, viaja alrededor del país vendiendo artesanía que ella fabrica y realizando actos con sus cadenas.
Ya tarde antes de las 11:00 se da un acontecimiento excepcional. La luz cambia. Es el rojo y todo se congela. Como pocas veces los tres hermanos saltan al escenario coordinadamente. Hoy que es viernes, el río iluminado es inmenso y  los ojos no se dan abasto. Al espacio esbozado por el ardor amarillo entran también los transeúntes que convierten el cruce de Av. División de Norte y Candelaria, en un circo sobrepuesto en el pavimento. Es inevitable no volver ante el centelleo que malaberea peligroso. Se consume en el espacio su propia duración. Los tres hermanos transitan en contrasentido de los vehículos estancados. Como ladrones arrancan la economía y el encanto que los sustenta. Ahora se enciende el verde y deja correr los autos y el tiempo.

 
Pablo Correa