LA CARPA DE CONCRETO

Por David Galicia

Este es el circo callejero. Tiene el sabor fuerte
del “se hace lo que se puede”.
Hugo Hiriart

 
 

La ciudad es una gran carpa de concreto. Ahí, en medio del gris de las avenidas, ellos rompen con el tedio de la luz roja y armonizan el ruido de motores y silbatos de tránsito con su espectáculo de malabares. Es el circo de semáforo. El alto permite sólo un número, así que apenas se apaga el verde, Pilli Calzón de Chocolate, Bailarín Pasos Chuecos y Chistosito Alegría se alternan en parejas para exhibir su acto de clavas: boliches de plástico con mango de madera.

En auto o a pie, los espectadores no pierden atención; tan alto como las clavas se elevan y descienden en giros precisos, las miradas se alzan para ver las clavas cruzadas, un malabar  ejecutado por dos personas. El repertorio es amplio y a veces se dan tiempo de elaborar figuras que ellos bautizan con nombres chuscos, como la de Ronaldiño, al atrapar un boliche con la pierna. El circo de semáforo irrumpe en el paisaje cotidiano de los cruceros con un espectáculo no improvisado. Pilli y sus compañeros se han preparado en escuelas circenses y han aprendido de los colegas experimentados. Sobre la acera, dejan de lado al payaso para convertirse en clown. Pilli caracteriza a Trampa, un viejo vagabundo neoyorquino de los años treinta, cuando la depresión económica. Trampa aprendió a jugar con sus penas para hacer reír y causar lástima; una paradoja que viste harapos de lo que alguna vez fue un traje, zapatos rotos, sombrero roído y semblante melancólico, como el de varios espectadores que se detienen a mirar el circo callejero para escaparse unos segundos de su rutinario trajín.

Llega la noche. A la espera del cambio de luces, algunos automovilistas bajan el cristal. Monedas de cinco y dos pesos, algún billete de veinte o excusas que justifican la falta de cambio agradecen el espectáculo. Mientras los clowns hacen gala de su talento, la ironía se instala bajo el semáforo: sonreír en medio de la cotidianeidad urbana, “un minuto de alegría que te libera de todo”, comenta Bailarín. Al otro lado de la calle, un hombre en silla de ruedas mira el acto con singular asombro y una leve sonrisa es incapaz de contenerse en sus labios. Entonces el rojo se apaga y la vista vuelve al frente para apresurar la vida, caminar o rodar sobre la avenida.

 
 
David Galicia