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LA NECIA MAYAHUEL

Por Ameyali Ramos

Lo malo del tiempo es que pasa, y de a poco se va llevando lo que antes era fundamental, aún así, hay quienes no olvidan y, por fortuna, encuentran refuerzo en otros que recién llegan, pero ya empiezan a recordar. Así, con apenas poca fuerza, “la bebida de los dioses” llega desde el corazón del maguey y logra sembrarse en nuestro barrio; encuentra su espacio perfecto tras un zaguán negro que, celoso, guarda el secreto de Mayahuel para los ajenos, deja escapar el vago sonido de la música, que dentro, cubre todo de recuerdos que se reinventan y brotan de una grabadora colgada a mitad del lugar.

Unos cantan mientras beben, otros beben sin quitar el ojo de las apuestas, pocos, los de siempre, juegan a la rayuela, los más entrones hacen puños en el costal de box que también cuelga del techo, y ostenta una que otra manchita de sangre; sin que falten quienes, como don Miguel, prefieren sentarse a distancia, brindar con todos y de vez en cuando invitar una “reina” a la mesa de a lado: este es El Jicote, pulcata que por años ha visto chocar en las mesas las “reinas de cristal”. Hoy con menos frecuencia que en sus inicios, y todo porque, allá por los años treinta, hubo quien decidió adjudicarle al neutle apellidos como “embrutecedor”, “antihigiénico” y “causa de degeneración”; prefirieron promover la cerveza, adornándola con tantas maravillas, que terminó por desplazar al octli de la mayoría de los paladares mexicanos. Pero el agua miel es necio y se niega a abandonar su cepa, fluye para recordarnos que aun antes de la conquista, ya era el amo y señor de estas tierras, pues fungía como lazo ente los mexicas y sus deidades

En El Jicote, el “caldo de oso” aún es conductor, pero ahora entre quienes dejan ahí sus atardeceres, no hay duda de ello, pasando la puerta, uno está en familia. Los saludos no se restringen y los juegos menos. Al llegar a la mesa basta pedir un buen litro de tlachicotón, baraja o dominó y la tarde está hecha. Deliciosas canciones, risas, pláticas, sirven de aperitivo hasta que llega la comida, prueba irrefutable de que se está entre amigos. Todos comen, hasta cuatro desconocidos son invitados con sonrisas a compartir una rica carne enchilada, salsa, nopalitos con sus cebollitas azadas, chicharrón y aguacate: acompañantes perfectos de una tortilla bien calientita. ¡Venga otro trago de “babada dry” pa bajarse la enchilada!

Cada día transcurre así, de once a nueve. En otras pulquerías, antes sólo había hombres, algunas tenían un departamento especial designado a las mujeres, pero en El Jicote, siempre ha estado la presencia femenina, “es lo más importante”; dice Genaro, su dueño; cuenta, además, que los niños también llegan, costumbre que viene desde hace siglos, pues este “licor blanco” ha sido siempre, a más de una bebida alcohólica, un importante elemento de la alimentación de los pueblos mexicanos.

Esto lo sabe la familia del Jicote, que encuentra en esta bebida una importante fuente de sostén económico; son ya más de cuarenta años de portar una herencia reforzada durante el siglo XVIII, cuando Coyoacán todavía podía pagar tributos gracias a las ganancias obtenidas por la producción del “cara pálida”.

Tal vez nunca podamos hacer que esta abundancia vuelva, pero sí está a la mano rescatar, al menos en memoria, aquel mundo creado por las pulquerías, pues como todo buen universo, fueron fundadoras de un lenguaje propio, que designaba desde el nombre del lugar, hasta el más pequeño elemento que entraba en escena. Quedan grabados nombres como “El recreo de los de enfrente”, “Salsipuedes”, “La Camelia”, “Las cinco monas”, “La baticueva” y un sin fin más, que, junto a El Jicote, dejaron grabado el grito de “vayan entrando…”, que aquí lo que nunca falta, es el pulque.